Sangre terciopelo
Gota a gota,
En seda y niebla
De la carne putrefacta,
nace la belleza intacta.
Cae una. Cae otra. Y otra más. Plop, plop, plop. Rojas y espesas, densas y dulces. La tina de plástico de color ladrillo con caracteres en relieve de algún lugar en Asia que al principio no podía leer, se llena poco a poco. No puede ser de cerdo o vaca o perro. Debe ser humana.
La temperatura y la humedad a punto. Un sauna humano, un paraíso vegetal. Está seguro de ello pues ha ajustado la temperatura y añadido agua en los depósitos para el sistema de goteo y aspersión.
—No, no. Gracias pero debe ser corteza. Corteza o no servirá, la perlita con turba no funciona. Musgo de Spaegnum….Sí, si. En efectivo como siempre. Gracias y hasta el jueves.
Suspiro. Pronto tendrá que salir de nuevo. Afortunadamente las hay por doquier. Bobas e irreflexivas. Enamoradas de esas voces profundas y labios de niña…smoky eyes. Ja, piel de porcelana de persona en cuarentena. Sin embargo, gracias a ellas puede proveer a su nena. Su nena hermosa de suaves labios rojos que ha se ha ganado su nombre. Rojo terciopelo.
Un poco de texto. Enormes ojos bellísimos, escribe mientras piensa que la chica tiene ojos de pescado. Un cuerpo abrazable le escribe a otra, mientras suspira porque esta vez tendrá que dejarla ir a pesar de su insistencia para encontrarse y su bolsillo amplio, generoso. Demasiada grasa en sus venas, casi seguro. Nada saludable como dieta para ese ser tan bello que habita su invernadero. No. Si no puede ser bella, al menos que sea saludable.
Se levanta del escritorio. Estira las piernas. Ha tenido que aprender a usar ese alfabeto sacado de Dios sabe dónde[1]. Con esas consonantes malvadas que a veces suenan t y otras se leen de corrido. ¡Los malditos sustantivos para contar objetos largos y objetos planos! Ha falseado la voz con ayuda de un programa. Robado fotos en Instagram e investigado hasta el índice de polvo amarillo. Las muñecas huesudas le nadan como pececitos en una pecera grande, en las mangas de la sudadera roja. No más textos por hoy. Se dirige al refrigerador. Leche y batidos de proteínas. Tal vez algo de jamón y pollo para microondas pero ninguna verdura. Hay ramen en la esquina izquierda del segundo entrepaño de la cocina. Con frecuencia publica que lo come.
Guantes de jardinería, mangas largas. Trabaja con paciencia llenando un tiesto. Recuerda la primera vez que la vio, en el baño como un fantasma blanco. Un recordatorio de que las cosas no iban bien con S…ella. De pronto se escaqueaba para irse al cine con las amigas y regresaba con las pupilas dilatadas y el cuello que se le hinchaba con suspiros de felicidad.
—¿Dónde están las llaves del auto?
—Dónde las dejaste, cómo si yo supiera….
Discusiones pequeñas e hirientes como navajas de rasurar. Además de eso, la recuerda con su amante…en realidad sólo recuerda sus gemidos junto con el golpeteo de la cama en la pared. Tan furioso estaba. Después de eso, la cama…hubo que deshacerse de ella. Era un amasijo sanguinolento de tela y sangre y tejido cerebral esponjoso. Quiso tirar la orquídea. En vez de eso, le sacó la carne a ella como hacen los carniceros con los cerdos. Se cortó cinco veces en el mismo dedo pero lo consiguió. Troceó la carne y la metió en la mezcladora de alimentos. Obtuvo una especie de puré. Sacó la orquídea de su maceta de cerámica pintada con relleno de corteza de árbol y sumergió sus raíces blancas en la mezcla. Y la planta creció, cambió de color. A él también lo troceó pero lo puso a compostar para el césped. Afortunadamente los vecinos, que ya se habían quejado antes del olor de la composta, se habían ido de vacaciones. Lo primero que hizo cuando llegaron fue saludar a la señora Ilse y regalarle una bolsita de composta para sus rosas.
La señora Ilse lo aceptó a regañadientes, hasta que las rosas dieron tantas flores que prácticamente se caían con el peso de las flores. Quiso saber el secreto de su composta e insistió tanto que él la reveló a medias: huesos y sangre. ¡La señora puso una cara! Como sí se hubiera encontrado a la muerte de frente. Carlos explicó que se podía conseguir sangre en el rastro municipal, sólo había que estar atento y apuntarse en una lista. Los huesos podían ser de pollo o los que quedaran del cocido. Lo único que debía hacerse era reducirlos a polvo secándolos primero por largo tiempo y después pasándolos por el molino. Ella lo miró con desconfianza e incluso preguntó por Se…ella.
Carlos confesó que había hecho su maleta y se había ido con otro; con sonrisa huidiza y los ojos brillantes de la vergüenza; la voz quebrada y las manos nerviosas. El cabello rubio pajizo sin vida cayéndole en la nuca. La señora Ilse no pudo evitar mirarlo con lástima. Si la mujer se había ido era porque esta sabandijita incolora no podía darle nada. En fin. Le agradeció la explicación y procuró llevarle comida cada fin de semana. El pobre hombre era un armazón de alambre recubierto de látex.
Poco después, Carlos le llevaba un retoño de una orquídea con pétalos rojos, la plantita se habían adaptado con placer a su nueva dieta. Encantada de poseer algo tan singular y que pudiera presumir, la señora Ilse llamó a su amiga Vale, la “cotorrita”. La señora Valentina vino y envidió las tazas de porcelana blanca, las nuevas cortinas hechas a mano, el chal nuevo y…las flores rojas sobre la mesa de centro mientras rechazaba el postre. Codiciosa, preguntó por el vendedor.
La señora Ilse, que compadecía al “al pobre muchacho”, le explicó que se trataba de su vecino, un hombre joven sin grandes aspiraciones…Enseguida, es decir al día siguiente y sin que su amiga lo supiera, Valentina llamaba a la puerta de al lado.
Un año después, Carlos ya sabía lo suficiente sobre estafar chicas y mujeres solas. De Valentina no quedó ni un pedacito cuando lo amenazó por no compartir las ganancias.
[1] Recuerda que esto es una dramatización, la frustración del personaje si bien creada por mí a partir de mis propias experiencias con los kanas japoneses y el hangul, es puramente suya, así como su opinión.
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