
Multitud de seres pueblan este corazón, junto con una embarrada de triglicéridos. El marido es cornudo y además promiscuo. No le basta con sonreírle a cuánto ser se le aparezca por el camino. No. Pues para colmo de males es un individuo que se aparece a su placer en la forma más apetitosa posible.
Puedes ignorarlo e ignorarlo. Pero él (si te gustan los ellos) se tiende sobre la cama con una sonrisa socarrona ladeada. El zorro espera y tu domesticación se lleva a cabo, un día sí y al otro también. Si volteas a mirarlo, sus ojos oscuros se dirigen al techo. Cuando no lo miras, te observa fijamente. Te enfocas en cualquier otra cosa, en el trabajo que te da dinero, y simplemente se hace la paja mientras tú finges no escucharlo.
El deseo es lindo de mirar hasta que hay que limpiarlo a paladas, se acumula como la basura blanca. Lo ignoras y lo ignoras hasta que ya no puedes más. Y entonces, te reclama para sí. Tanto como si serás el favorito de un hárem como si sólo te sonreirá en sus ratos de ocio. Cuando no seduce a nadie de mayor lealtad o talentos. Ahora que le pertenezco un poco, no puede competir y acapararlo todo contra otros revolcones de media noche. Y sin embargo, lo sabe. Sabe que ya no podré dejarlo nunca.
Mi marido cornudo se llama escribir. Los revolcones de media noche incluyen las plantas, los idiomas y coser o encuadernar de forma tradicional.
Antón Chejov, uno de los referentes rusos del cuento corto (y otra multitud de cosas) decía: ‘La medicina es mi esposa legal; la literatura, mi amante. Cuando me canso de una paso la noche con la otra”. Hoy, yo sé lo que es ser parte de ese hárem. Al menos él estaba casado con otra cosa.