Cielo estrellado
La comezón titilaba como las galaxias de estrellas. Aparecía y desaparecía o brillaba intensamente con una ferocidad de urgencia. Cada vesícula era una estrella rojiza en un campo que iba desde el bronceado olivaceo hasta el café con leche y el blanco tostadito (producto de una exposición inconstante y desigual al sol). A veces era la constelación Prurito-en-el-trasero.
Otras la constelación Rasca-la-tripa por encima del ombligo. La constelación Me-pica-la-espalda estaba fuera de su alcance. Pero la más mortificante y desagradable era Tengo-comezón-en-la-nariz porque ardía y le recordaba las cicatrices posibles. Y lo más maravilloso era el hombrecito en su cabeza.
Ese que miraba todo con interés y tomaba nota de todo como si no formará parte del cuerpo. El maldito escritor interior que celebraba toda desgracia menor o mayor como fuente de información y detestaba las alegrías pues no generaban datos. Ese es el autor de esta descripción.
El que recibió con sorna y amor el término médico para la condición de caja de Petri humana en la que se había convertido ella; sobre la que el virus jugaba a dejar supernovas a punto de explotar en pus, estrellas de neutrinos colapsadas en una costra o enanas rojas agrupadas como vía lácteas en miniatura. Un cielo estrellado (y mirándolo bien pensó el hombrecillo tendría que llamarse infierno estrellado porque habría que incluir el culo y la comezón).