Liberación y esclavismo
Una llamarada en arco desde una colilla de tabaco se regó sobre la yesca seca de los retazos de algodón. Y el fuego jugo a la brisca, los encantados y al lobo; levantando un telón de humo negro. Un telón que se filtró bajo la puerta del vestidor y abrazo a todas las chicas dentro con su beso gris, antes de calcinarlo todo.
El cable se rompió y el elevador no volvió a subir. Abajo, gemidos y gritos de dolor, si el humo no hubiera sido tan denso; el olor a carne quemada hubiera llegado a una nariz inexistente. 145 personas.
Una tragedia espantosa en la fábrica de blusones del Triangle, Nueva York en 1909, parece servir de recordatorio como la tecnología puede convertirse en la espada liberadora y la espada de Damocles al mismo tiempo.
Un invento simple reunía a las 145 personas que murieron en ese edificio: de cuerpo negro con letras doradas pintadas a mano y aguja de acero cuyo ojo había sido pulido hasta el brillo hipnótico; una máquina de coser Singer. En un edificio moderno e iluminado como no solían serlo los talleres de confección. Pero también con medidas de seguridad que fomentaban los accidentes y el reclamo del seguro.
¿La liberación de horas inclinadas sobre tela y forzando la vista para convertirla sábanas y ropa? O ¿la esclavitud de la monotonía y el nuevo ritmo veloz en la confección de prendas para la naciente industria de la moda?
Resulta curioso porque la máquina de coser frente a mí es una reliquia que me conecta con una compañía gringa, la primera globalizada de verdad, su publicidad basada en trajes regionales que el mundo no conoció antes.
Nunca se le adaptó un motor. Las letras ya desvanecidas atestiguan que alguna vez fue un símbolo de lo que era decente hacer para ganarse la vida. Hoy, apenas ronronea de tarde en tarde, por el simple gusto de coser las cosas como uno las desea. Un acto de subversión apenas susurrado dónde las marcas de ropa no existen.