La ley y el ocaso de la política
JONATHAN SUMPTION: EL IMPERIO DE LA LEY 2
Ahora por supuesto la ley siempre ha hecho esto en algunas áreas. La posición clásica liberal, de nuevo fue John Stuart Mill quien mejor la expresó, es que debemos distinguir entre aquellos actos que afectan a otras personas, y son por lo tanto material apropiado para regulaciones legales, y aquéllas que afectan sólo al actor; en cuyo caso pertenecen al espacio personal. En consecuencia criminalizamos el asesinato, la violación, el hurto y el fraude, decimos que la moralidad de estos actos no es algo que debería ser dejado a la consciencia de cada individuo. No sólo son dañinos a otros sino que existe el consenso casi unánime de que son moralmente malos. Lo que es nuevo es la tendencia legal a regular los casos donde la elección humana no afecta a otros y no existe un consenso acerca de su moralidad.
Un buen ejemplo lo podemos observar con la reciente legislación acerca del bienestar animal. Tomen las granjas de pieles. Inglaterra y Escocia, en común con algunos otros países de Europa, han prohibido las granjas de pieles durante los últimos años. La razón no es que su explotación y la matanza humana de animales sólo por su piel sea en sí misma objetable, mucha gente acepta criar y matar animales para comer, por ejemplo, es moralmente aceptable pero no nos comemos a los castores ni a los visones. La única razón de explotarlos es su piel. La idea detrás de la prohibición estatutaria es que el deseo de ponerse un sombrero de castor o un abrigo de visón no es una razón moral suficiente para matar animales, mientras que el deseo de comerlos sí. Empero, muchas personas estarían en desacuerdo con ese juicio. Algunos de ellos son felices de vestir pieles, incluso cuando otros lo desaprueban, pero el Parlamento ha decretado que las granjas de pieles no es un asunto en el que debería permitírseles hacer su propia elección moral. Puntos similares podrían hacerse acerca de la extremadamente elaborada legislación que ahora regula recortar las colas de los perros. Permite la práctica cuando posee un valor utilitario, para los perros de trabajo, por ejemplo; pero no cuando su sólo valor es estético, para las mascotas domésticas o los perros de exhibición. Ahora, no quiero llegar a una discusión acerca de los aciertos o errores de leyes como ésta. Soy genuinamente neutral al respecto. El punto del que hablo es otro. Estas leyes están dirigidas a problemas morales en los que la gente tiene una variedad de puntos de vista pero la ley regula sus elecciones en el principio de que debería existir una sola moral colectiva y no una multiplicidad de juicios individuales. Ahora, eso nos dice algo acerca de la actitud cambiante de nuestra sociedad sobre la ley. Marca la expansión del espacio público a expensas del espacio privado que fue una vez considerado sacro-santo. Incluso sin consideraciones de bienestar involucradas, recurrimos a la ley para para imponer soluciones uniformes en áreas que alguna vez contemplaron una diversidad de juicios y comportamientos. Tenemos miedo de dejar que las personas sean guiadas por sus propios juicios morales en caso de que lleguen a juicios con los que no simpatizamos [el original dice agree pero…no está de acuerdo con el contexto].
Volteemos ahora al otro factor mayor detrás del creciente apetito público por el imperio legal, expresado en la búsqueda de una mayor seguridad y un menor riesgo. Lo que resulta particularmente importante en las áreas del orden público, salud y seguridad, empleo y protección al consumidor que son las áreas de mayor riesgo al bienestar y representan una gran proporción en la creación de nuevas leyes. La gente habla algunas veces de la eliminación del riesgo en la vida, la salud y el bienestar como di de un valor absoluto se tratara pero no actuamos realmente con semejante principio, ya sea en nuestra vida propia o nuestros acuerdos colectivos.
Piensen en los accidentes de tránsito. Son, por mucho, la mayor causa de trauma físico en este país. Podríamos prácticamente eliminarlo por completo reviviendo el Acta de la Locomoción de 1865 que limita la velocidad de los vehículos motorizados a 4 millas por hora (6.4 kmh) en el campo y 2 en los pueblos. Hoy, se permiten velocidades mayores a esas, a pesar de que sabemos a ciencia cierta que significan más muertes y personas heridas y, lo hacemos porque la seguridad total resultaría demasiado inconveniente. Difícil de decir como resulta, cientos de muertes en los caminos y miles de heridas devastadoras [crippling injuries] son considerados como un precio justo a pagar a cambio de la habilidad de llegar antes y más confortablemente. De este modo, la eliminación total del riesgo no es un valor absoluto, es una cuestión de grado. Hace algunos años la Corte tuvo que lidiar con el caso de un hombre joven que se había roto el cuello sumergiéndose en un lago somero en un conocido sitio paisajístico. Quedó paralizado de por vida. Las autoridades locales fueron demandadas por negligencia. Habían puesto avisos de advertencia pero su caso consistía en que ya que sabían que la gente es apta de ignorarlos, debían tomar medidas para cerrar el lago de cualquier modo. La Corte de Apelación estuvo de acuerdo. Pero cuando el caso alcanzó la Cámara de los Lores, los jueces indicaron que había un precio por proteger a este joven de su propia sonsera. El precio era la pérdida de libertad que haría sufrir a una mayoría que gustaba de visitar el lago y era lo bastante sensata como para hacerlo con seguridad.
Los señores de la ley han puesto el dedo en la llaga. Cada vez que se acusa a una autoridad pública de fallar en prevenir una tragedia como esta, tenderá a responder restringiendo la libertad del público en general con tal de privarlos de la oportunidad de hacerse daño ellos sólitos. Es la única forma segura de evitar la crítica. Cada vez que criticamos a los trabajadores sociales fracasando en evitar cualquier evento de abuso infantil, estamos invitándolos a intervenir más préstamo te en las vidas de padres inocentes en caso de que sus hijos también corran riesgo.
La ley puede mejorar la seguridad personal pero la protección viene con un precio y este puede ser excesivo. Llegamos por tanto, a una de las mayores ironías de la vida moderna. Hemos expandido el alcance de los derechos individuales, mientras que, al mismo tiempo, cortamos drásticamente la amplitud de la elección individual. Los dilemas de este tipo han existido durante siglos. Lo que ha cambiado en años recientes es el grado de riesgo que las personas están dispuestas a tolerar en sus vidas. A diferencia de lo que sucedía con nuestros antepasados, no estamos dispuestos a aceptar la rueda de la fortuna como un incidente ordinario de la existencia humana[1]. El infortunio, que parecía inevitable a nuestros antepasados, nos parece eminentemente evitable. Una vez que miramos los reveses como consecuencias evitables gracias al concurso humano, tienden a convertirse en un tema sujeto a la atribución de responsabilidad legal.
Así que, después de cada desastre nos vemos dispuestos a pensar que la ley se ha roto o que no era lo suficientemente robusta. Buscamos un remedio legal, demandar a alguien, una prosecución criminal o mayor legislación. «Debe existir una ley en contra», es el grito universal. Y usualmente, la hay o pronto la habrá.
Por supuesto, la ley no provee de facto una solución para todo infortunio. Esta espera que las personas, dentro de ciertos límites, cuiden de sus propios intereses. Asume que algunos riesgos deben o son aceptados pues los costos económicos y sociales son demasiado onerosos. Sin embargo, las expectativas públicas son un poderoso motor del desarrollo legislativo. Los jueces no pueden decidir sus casos de acuerdo con el estado de la opinión pública pero es su deber tomar en cuenta los valores de la sociedad a la que sirven. La aversión al riesgo se ha convertido en uno de los valores más poderosos y es una de las influencias crecientes en la creación de leyes.
Estos cambios graduales en nuestra actitud colectiva tienen importantes implicaciones en la forma en la que no se gobernamos a nosotros mismos. No podemos tener más leyes sin tener una fuerza Estatal capaz de aplicarla. El gran filósofo político del siglo, Thomas Hobbs, creía que las comunidades políticas rendían su libertad a un monarca absoluto a cambio de su seguridad. Hobby tiene pocos seguidores hoy día pero las sociedades modernas han tenido un largo tiempo para justificar sus teorías con sus acciones. Hemos hecho del Estado un Leviatán, expandiendo y restringiendo su poder para reducir los riesgos que amenazan nuestro bienestar. El siglo XVII pudo haber abolido la monarquía absoluta pero el siglo XX ha creado la democracia absoluta en su lugar. Como limitar y controlar el poder del Estado es una cuestión siempre actual. El monopolio de la fuerza organizada del Estado moderno y su creciente capacidad técnica la han convertido en una pregunta más urgente para nosotros de lo que lo fue para nuestros antepasados pero la naturaleza del debate es inevitable que sea distinta en una democracia. Nuestros predecesores miraban al Estado como un poder autónomo encarnado en el rey y sus ministros. Era natural para ellos hablar sobre la relación entre el Estado y sus ciudadanos sobre nosotros y sus términos. Pero en una democracia, el estado no es otro y no está tampoco con o contra nosotros; somos nosotros, que es por lo que la mayoría de nosotros es ambivalente al respecto. Resentimos su poder, objetamos contra su intromisión, criticamos la arrogancia de algunos de sus agentes y representantes pero nuestras expectativas colectivas dependen pata su exitosa aplicación de su persistente intromisión en casi todas las áreas de nuestra vida. No nos gusta pero lo deseamos. El peligro consiste en que las demandas de las mayorías democráticas podrían tomar formas que resulten completamente objetables o incluso opresivas, para los individuos o sectores completos de nuestra sociedad
En la próxima conferencia tomaré el reto de domar al Leviatán, de controlar las acciones del Estado Democrático.
(APLAUSO DE LA AUDIENCIA)
CONTINUARA….
[1] Esta conferencia se dio antes de la aparición del coronavirus. ¿Debemos realmente culpar a alguien porque apareciera o aceptar que fue parte de un proceso al azar y totalmente fuera de nuestras manos? ¿Son sus consecuencias, imputables a un humano en particular, un grupo político o simplemente, producto del azar y en consecuencia…no son culpa de nadie? Las personas que sobrevivieron la epidemia de influencia de 1919 no tenían una OMS a quien culpar y tampoco lo atribuyeron a un estado lamentable en su relación con ningún dios. ¿Estamos rindiendo nuestro buen sentido al deseo de complacer al estándar democrático, dejando de lado nuestra capacidad para escuchar un argumento sólo porque no comulgamos con él? Un buen escritor puede mostrar ambas caras de la moneda…¿es por esto que ya no hay buenos escritores?