¿Qué es adaptar?

Realmente, no se trata sólo de conocer los lugares comunes e inevitables de un género, tal como lo percibe Robert McKee. Tampoco se puede crear una historia sin conocer las facetas peculiares y encantadoras de cada una de las distintas formas de escribir.
Compartimos el deseo de contar historias y contarlas bien. O el deseo de adaptarlas. Vivirlas en otro formato o escucharlas con otras voces. Hace falta perspicacia cuando uno lee manuales sobre cómo escribir. Escribir ficción es similar a diseñar. NO EXISTE UN MÉTODO.
Si alguna vez puse atención en clase de estética del diseño, puedo afirmar con convicción que un método es algo que usamos cuando conocemos el resultado en su totalidad. Una gelatina por ejemplo. Sabes de qué color será, que textura y que sabor tendrá al final. Sigues las instrucciones. Invariablemente, a menos que algo haya sido omitido o añadido sin conocimiento de causa, terminas con el mismo producto una y otra y otra vez.
Cuando el resultado final es total y completamente desconocido; no hay un método sino un modelo de proceso. La escritura comparte un modelo de proceso para todas sus formas aunque sean diferentes en su ejecución.
Hilary Mantel, a quién ya había parafraseado, explica tan bien esta noción necesaria para la adaptación que, en esta como en otras, es necesario que la lean. O bueno, no es necesario. Ustedes eligen. También debo advertirles algo, ella ha adaptado sus novelas para teatro y cine. Por lo que excluye el cómic y se refiere con especial atención a la ficción histórica porque es lo que ella escribe.
Lo que voy a traducir es una transcripción, así que es posible que no sea del todo precisa comparada con el podcast. La conferencia es la no. 5 Adaptation; presentada por Sue Lawley y producida por Jim Frank. Por razones obvias (pereza principalmente) pienso dividirlo en tres entradas de blog.
STRATFORD-ON-AVON Parte 1
HILARY MANTEL: En la versión teatral de mi novela Wolf Hall, Thomas Cromwell desea que el joven noble Harry Percy haga un juramente declarando que no es ahora y, nunca ha estado, casado en secreto con Ana Bolena. Pero Harry piensa que están casados. Protesta, ‘No se puede cambiar el pasado’. ‘Oh’ dice Cromwell, ‘el pasado cambia todo el tiempo, Harry. Y voy a mostrarte lo ´fácil que puede alterarse’
Agarra entonces, al joven y le azota la cabeza contra la mesa, como si quisiera golpear fuera todos sus recuerdos y hacer espacio para otros nuevos.
Todos esperábamos con ansia esta escena, excepto el actor que hacía de Harry Percy. Hasta este punto, Cromwell ha sido un hombre por completo razonable.
En la novela original, esta escena es más compleja. Cromwell persuade al Conde que debe hacer como se le dice, porque Cromwell representa la fuerza del futuro —y Harry Percy es un miembro económicamente analfabeto de una clase guerrera cuyos días han terminado. Arrastrado por un torrente de palabras, con una concusión causada por rocas metafóricas, el joven da su brazo a torcer.
¿Por qué la diferencia? El teatro desea acción —pero no es únicamente eso. La novela la desea también. Pero lo más difícil de poner algo en la página es algo que sucede repentinamente. El teatro es soberbio en la sorpresa. Nos ofrece pensamientos condensados en acción. Justo como el cine lo hace: también toma una imagen y la abre en dos, entonces algo poderoso e inesperado salta de ella. Pone lo muerto en circulación, casi al roce de los dedos.
Cuando nombres medio olvidados son dichos ̶—los nombres de gente real, que sucede que está muerta ̶—vibran en el aire del auditorio, resonando en el tiempo y el espacio. Me hace preguntarme, ¿es suficiente conmemorar a los muertos grabando sus nombres en piedra? ¿O deberíamos ir a una arena y gritarlos en alto?
En estas conferencias he argüido que la ficción, bien escrita, no traiciona a la Historia, pero abre su naturaleza esencial a la inspección. Cuándo la ficción se convierte en teatro, un filme o televisión, aplica igual: no es necesariamente traición. Cada forma de contarlo, cada medio para contarlo, extrae un potencial distinto del original. La adaptación, bien hecha, no es un proceso secundario, un bloque de concesiones hechas a gruñidos —sino un acto de creación en sí mismo.
Sin duda, el trabajo de adaptación ocurre todos los días; sin él, no podríamos entender el pasado en lo absoluto. Un evento ocurre una sola vez: todo lo demás es reiteración, una representación. Cuando la acción es capturada en un filme, parece que tenemos la certeza de lo que ha ocurrido. Podemos congelar el momento. Repetirlo. Cuando de hecho, la realidad ya ha sido enmarcada. Lo que sucede fuera de cuadro, se pierde para nosotros. En el acto mismo de observarlo y grabarlo, se abre una brecha entre los eventos y su transcripción. Todas las noches al observar las noticias, puedes observar la noticia formándose. El parloteo repetitivo del reportero en locación se suaviza pronto a una versión de estudio. El recuento no mediatizado es editado y coherentizado. La causa y efecto son demostradas por la forma en la que ordenamos nuestro relato. Adquiere una dimensión humana subjetiva al ser analizado, discutido. Paleamos significado dentro. El evento en crudo ha sido procesado. Ha sido adaptado en historia.
Muchos de nosotros pasamos nuestra vida en periodos de edición, conscientes de tener un alter ego secreto, y conscientes de que no funcionará. Enviamos a una persona a representarnos, a dar la cara por nosotros; hay dos yo, una en casa y la otra lejos, un original y una adaptación.
Las nuevas tecnologías han multiplicado las formas en las que jugamos con nuetras identidades. En los juegos en línea, podemos elegir un avatar. Podemos proliferar, sin ataduras con las limitaciones físicas. La televisión de realidad organiza escenas en las que las personas imitan sus vidas reales ̶—aunque recortadas a un patrón más ordenado, y con un guión más pulcro. Observarlos manoteando tratando de imitarse a sí mismos, decimos ‘Ah, pero no son actores reales’. La televisión y el teatro recogen una historia basada en un hecho antes de que se enfríe. Pero nuestra reina actual puede observarse a sí misma adaptada a cuerpos distintos, en escena, en la televisión, en el cine.
Mientras tanto, sus humildes súbditos tienen que falsearse a sí mismos, fotografiando sus caras, luego adaptando el resultado hasta obtener un yo que les guste más. Es sorprendente que los novelistas sigan en el negocio, con tantos amateurs deseosos en el juego de la mentira.
Nosotros, los escritores, nos consolamos a nosotros mismos. Decimos, los medios consumen historias tan rápidamente que la demanda siempre es mayor que la oferta. Todo comienza con nosotros, nos decimos, sentados en un cuarto; solitarios, soñando despiertos, rascando el papel como los monjes. Podríamos adaptar, decimos, si la Edad Media regresara. Pluma y papel bastarán para conjurar un mundo. Nuestra imaginación, decimos, no necesita una fuente de poder. Cuando en realidad, desearíamos tener una cámara y un reparto. En diez segundos, la pantalla puede mostrar detalles del personaje o desarrollos de la trama que en una novela, o el escenario teatral, serían imposibles de mostrar. El cine tiene un poder maravilloso para decirnos dónde mirar: este es tú héroe, el hombre al que sigue la cámara.

